El inconsciente es como un océano de
partículas donde cualquiera puede ahogarse. Cada recuerdo, sensación o emoción
es un indicio significativo para reconstruir la experiencia del sujeto en el
mundo. Sin embargo, ninguna narrativa del ser es completa o totalmente
satisfactoria, pues siempre hay omisiones y discontinuidades involuntarias. De
manera que, gran parte de la existencia humana consiste en rescatar
fragmentos dispersos y asignarles un sentido. Esa es la tentativa que encara impetuosamente
el trabajo de Carolina Muñoz en la exposición “Diván”, integrada por una selección de fotografías, un libro
objeto y una pieza de cerámica kintsugi, centrados en
la compleja dialéctica del inconsciente.
En Muñoz hay una equivalencia entre el
proceso creativo y el ritual interior. Todo está delicadamente sincronizado: lo
técnico y lo sensorial, lo artístico y lo personal. Más que representar algo
especifico, sus imágenes registran el acontecer íntimo: obsesiones, incertidumbres,
anhelos; cuya implicación o significado profundo se desliza entre materias
confusas y confesiones de diván. Pliegues, transparencias, volúmenes y
oquedades tienden a confundirse con los fluidos corporales y el agua misteriosa
de los sueños. Esa identificación tácita entre el psiquismo y la liquidez, no
solo alude al cruce que hay entre la biografía personal y los símbolos, sino a
la potencia amenazante de lo ininteligible.
Diván (2009-2012), libro objeto cuyo titulo también identifica la muestra, está conformado por una caja de madera y 40 fotografías de pañuelos utilizados en el transcurso de dos años y medio de análisis, descubriendo un paisaje de emociones privadas; una suerte de archivo personal o de hoja clínica de sentimientos. Fotografiar esos pliegos desechables es recuperar el "yo", traer a escena la geografía de un trance, corporizar la imprecisa topografía del inconsciente.
La serigrafía craneal Sin título (2015), realizada a partir de una tomografía de la artista, devela la
cuenca ósea donde se asienta la materia gris. Imagen transmedial, "filtrada" técnicamente, que busca
desentrañar la apariencia recóndita del "yo" en su morada. Dicha
indagación lleva la exploración interior a un plano especulativo.
La serie Mar
rojo (2013) propone otra forma de autorretrato donde el foco no está en la
cabeza o el rostro sino en un lecho líquido sobre el cual se vislumbran las
piernas sumergidas de la artista. La obra se ubica en una esfera ambigua, entre
la pérdida y la purificación.
El plato kintsugi (2015) propone la metáfora de la reconstrucción psíquica. Un sujeto fracturado, al igual que una pieza rota, exhibe las fisuras de su existencia reparada. El ser que aspira a la unidad no puede hacerlo sino juntando los trozos de un ser quebrado. El plato, por tanto, es el contenedor vacío que da cuenta de esa experiencia de zurcido interior.
Finalmente, la tarea del inconsciente es hacer conciencia del cuerpo donde habita. De cierta manera, el "yo" y el cuerpo son la misma cosa, aunque uno y otro se manifiesten de modo distinto. Ambas instancias responden a una respiración similar y su inmovilidad o despliegue tiene efectos recíprocos.